“La evaluación supone una plataforma de diálogo entre los evaluadores y los evaluados, entre diversos estamentos de los evaluados, entre los evaluadores y las diversas audiencias, entre éstas y los evaluados, etc. Pero el diálogo tiene una doble finalidad: trata por una parte, de generar comprensión del programa y, por otra, de mejorar la calidad del mismo.” Miguel Ángel Santos Guerra
Para entender todo lo que comentaremos a continuación, debemos tener presente que ir a la escuela es inevitable, pero aprender es una opción.
El sistema educativo actual tienen el efecto perverso de convertir a los docentes “seleccionadores” que deciden quién sigue en el sistema y quién queda fuera, en función de criterios poco claros. Los actuales sistemas de evaluación obligan a los docentes a etiquetar a los alumnos de manera rígida valorando aspectos memorísticos y de recitación de contenidos.
La escuela que necesitamos en el siglo XXI ya no debe ser selectiva sino inclusiva. Una escuela en la que nadie debe quedar excluido, ya que lo que se adquiere en ella son las destrezas, las habilidades cognitivas y no cognitivas, los conocimientos… que permitirán a las personas ser capaces de aprender autónomamente a lo largo de toda su vida. De esta manera podrá afrontar con garantías de éxito los retos y desafíos que la vida le irá deparando.
En esta escuela inclusiva, el criterio tradicional de comparar a los alumnos y a las alumnas entre sí, carece de todo fundamento. La evaluación del aprendizaje adquiere una dimensión distinta a la de la escuela selectiva: los aspectos a evaluar van más allá de la memorización de conceptos (y su recitado). Incluyen también la habilidad para pensar críticamente, la capacidad de comunicarse oralmente y por escrito), la resolución de problemas, la competencia tecnológica…
Acostumbramos a aceptar que la evaluación es el final del proceso de aprendizaje, un “punto y final” que nos permite discernir si se ha producido ese aprendizaje y en qué grado. La materialización de este tipo de evaluación es el examen. Pero, en realidad, la evaluación debe ser una actividad sistémica y continua, debe producirse durante todo el proceso de aprendizaje, como un “punto y seguido” que nos permite en todo momento ser una guía que acompañe al alumnado a su consecución. La materialización de este tipo de evaluación son la rúbricas.
Hay tres preguntas clave que todo docente debe plantearse a la hora de evaluar a su alumnado:
1. ¿Qué queremos que aprendan?
2. ¿Qué han aprendido hasta ahora?
3. ¿Qué hacer para acortar la distancia entre lo que han aprendido y lo que tienen que aprender?
Con las respuestas que obtengamos al plantearnos estas preguntas, podremos decidir cuál es la estrategia más adecuada que debemos aplicar para que cada uno de nuestros alumnos y de nuestras alumnas aprendan.
La evaluación no es calificación, sino que es diagnóstico. Y en este contexto la evaluación del aprendizaje no debe ser competencia exclusiva de quien ejerce la docencia. La autoevaluación y la coevaluación son herramientas indispensables porque los alumnos y las alumnas son parte activa del proceso. Ser consciente del propio aprendizaje (metacognición) y conocer cómo te ve el resto aporta una información esencial para gozar cada vez de una mayor autonomía.
En la escuela del siglo XXI, los docentes y las docentes deben evaluar para que su alumnado aprenda y no para ser juzgado. Bajo esa perspectiva la evaluación debe ser sistémica, continua, formativa y participativa. Solo así conseguiremos que lo importante sea aprender y no juzgar.
*Revisión de artículo publicado en EvaluAcción el 16 de octubre de 2017.
LA BUENA EDUCACIÓN, SIMPLEMENTE, DEBE SER VERDAD
Hace 2 semanas
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