"Educar es convertir el conocimiento en experiencia personal y la información en vida." Massimo Borghesi
Hace un tiempo leí en El Adarve (el blog de Miguel Ángel Santos Guerra, febrero de 2013) una anécdota que se me antoja muy significativa para entender un poco mejor la situación de la educación en nuestras escuelas:
"Una maestra le pregunta a una alumna, un tanto abstraída en sus propios pensamientos:
-Dígame, ¿cuántas patas tiene un artrópodo?
La alumna, exhalando un hondo suspiro, responde:
-Ay, señorita, ya me gustaría a mí tener los problemas que tiene usted."
Hay una realidad que, cada uno por diferentes motivos e intereses, nos empeñamos en ignorar: no existe una única Educación, no hay un único tipo de escuela, no hay un solo tipo de alumno y no hay una única forma de enseñar y de aprender.
Por eso, innovar, o lo que es lo mismo, buscar cambiar la escuela y la forma de enseñar, se ha convertido en una especie de obsesión para todos y todas, que amenaza con convertirse en un serio problema. Por eso me parece importante no hacerlo a la ligera y reflexionar profundamente sobre lo que estamos haciendo.
Lo cierto es que el límite entre innovación y extravagancia es cada vez más difuso. Muchas de las experiencias que se están llevando a cabo en nombre de la innovación parecen estar por encima de los intereses de los alumnos y las alumnas. Interesa lo "diferente" sin evaluar ni tener en cuentas sus resultados y consecuencias.
Quizás ha llegado el momento de frenar la "innovación". El objetivo de ese alto en el camino es consolidar los avances realmente están produciendo una mejora en los procesos de enseñanza/aprendizaje.
Que nadie se equivoque ni saque conclusiones precipitadas. Lo cierto es que la educación y la escuela deben adaptarse a los cambios del mundo en el que vivimos al menos a la misma velocidad con los que estos se producen. Y cada vez se producen más deprisa. Pero esos cambios deben producir mejoras mesurables o dar respuesta a nuevas situaciones.
La sociedad actual y sus características obliga a necesitar aprender muchas más cosas de la que eran necesarias hace un tiempo. Ahora sigue siendo necesario aprender todo lo de antes, pero además también debemos aprender creatividad, trabajo colaborativo, control de nuestras emociones... Hoy es tan necesario tener una buena cabeza como tener un buen corazón.
En este contexto, la escuela tiene la obligación de estar siempre alerta a las necesidades emergentes de las personas y de la sociedad en su conjunto. Eso implica innovar, es decir, mejorar procesos y metodologías. Pero esto no supone estar inventando cosas nuevas y extravagantes todos los días. Hay que dejar que la innovación se aposente en nuestra manera diaria de enseñar para que sus resultados se consoliden.
Hace un tiempo leí en El Adarve (el blog de Miguel Ángel Santos Guerra, febrero de 2013) una anécdota que se me antoja muy significativa para entender un poco mejor la situación de la educación en nuestras escuelas:
"Una maestra le pregunta a una alumna, un tanto abstraída en sus propios pensamientos:
-Dígame, ¿cuántas patas tiene un artrópodo?
La alumna, exhalando un hondo suspiro, responde:
-Ay, señorita, ya me gustaría a mí tener los problemas que tiene usted."
Hay una realidad que, cada uno por diferentes motivos e intereses, nos empeñamos en ignorar: no existe una única Educación, no hay un único tipo de escuela, no hay un solo tipo de alumno y no hay una única forma de enseñar y de aprender.
Por eso, innovar, o lo que es lo mismo, buscar cambiar la escuela y la forma de enseñar, se ha convertido en una especie de obsesión para todos y todas, que amenaza con convertirse en un serio problema. Por eso me parece importante no hacerlo a la ligera y reflexionar profundamente sobre lo que estamos haciendo.
Lo cierto es que el límite entre innovación y extravagancia es cada vez más difuso. Muchas de las experiencias que se están llevando a cabo en nombre de la innovación parecen estar por encima de los intereses de los alumnos y las alumnas. Interesa lo "diferente" sin evaluar ni tener en cuentas sus resultados y consecuencias.
Quizás ha llegado el momento de frenar la "innovación". El objetivo de ese alto en el camino es consolidar los avances realmente están produciendo una mejora en los procesos de enseñanza/aprendizaje.
Que nadie se equivoque ni saque conclusiones precipitadas. Lo cierto es que la educación y la escuela deben adaptarse a los cambios del mundo en el que vivimos al menos a la misma velocidad con los que estos se producen. Y cada vez se producen más deprisa. Pero esos cambios deben producir mejoras mesurables o dar respuesta a nuevas situaciones.
La sociedad actual y sus características obliga a necesitar aprender muchas más cosas de la que eran necesarias hace un tiempo. Ahora sigue siendo necesario aprender todo lo de antes, pero además también debemos aprender creatividad, trabajo colaborativo, control de nuestras emociones... Hoy es tan necesario tener una buena cabeza como tener un buen corazón.
En este contexto, la escuela tiene la obligación de estar siempre alerta a las necesidades emergentes de las personas y de la sociedad en su conjunto. Eso implica innovar, es decir, mejorar procesos y metodologías. Pero esto no supone estar inventando cosas nuevas y extravagantes todos los días. Hay que dejar que la innovación se aposente en nuestra manera diaria de enseñar para que sus resultados se consoliden.