La
alimentación es una de las metáforas que más utilizo cuando hablo
o escribo sobre qué es y cómo funciona la educación. En una
colaboración que hice hace algún tiempo en el Blog de Tiching decía
que “Igual que la comida, la educación debe ser sana y sabrosa
a la vez, es decir, debe satisfacer nuestras necesidades básicas y
conseguir que disfrutemos, porque si no nos ayuda a crecer como
personas y no nos emociona, no cumple con su principal cometido.”
Una buena educación, como una alimentación sana, hace que nos desarrollemos adecuadamente. Por eso, cada día que pasa me reafirmo en lo adecuado de esta comparación. Igual que sucede cuando uno se alimenta exclusivamente de fast food, estoy convencido de que el conocimiento que uno adquiere mecánicamente y no pone en práctica o no lo comparte con los demás, es conocimiento perdido; y que las horas que se dedican al estudio para engullir, es decir, memorizar sin digerir datos y conceptos (eso que algunos confunden erróneamente con el esfuerzo y el sacrificio), es tiempo perdido. Me explico...
Aún con el riesgo de parecer escatológico (pido disculpas de antemano si alguien puede sentirse molesto), me gustaría señalar que al igual que pasa con nuestro sistema digestivo, cuando aprendemos también desechamos (defecamos) todo aquello que no somos capaces de asimilar correctamente. Nuestro cerebro, esa máquina maravillosa, tiene la capacidad de conservar aquello que le es significativo y de descartar, a corto y medio plazo, todo aquello que no le aporta nada.
Cuando lo que desecha nuestro cerebro es mucho más de lo que asimila, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que la educación que estamos proporcionando a ese alumno es una verdadera “mierda” (en sentido literal...).
Si al cerebro de nuestros alumnos no le damos una educación variada y equilibrada y, por ejemplo, lo alimentamos solo con aquello que les gusta a los alumnos, tampoco estamos ofreciéndole una educación adecuada. Aunque no les guste la verdura, tienen que comerla; aunque no les guste alguna asignatura, tienen que estudiarla.
Cuidemos la dieta educativa de nuestros alumnos. Ofrezcámosles una educación digerible, que les permita crecer como personas, que les permita aprender siempre en cualquier lugar, tiempo o contexto... y, si es posible, disfrutar con ello.
Una buena educación, como una alimentación sana, hace que nos desarrollemos adecuadamente. Por eso, cada día que pasa me reafirmo en lo adecuado de esta comparación. Igual que sucede cuando uno se alimenta exclusivamente de fast food, estoy convencido de que el conocimiento que uno adquiere mecánicamente y no pone en práctica o no lo comparte con los demás, es conocimiento perdido; y que las horas que se dedican al estudio para engullir, es decir, memorizar sin digerir datos y conceptos (eso que algunos confunden erróneamente con el esfuerzo y el sacrificio), es tiempo perdido. Me explico...
Aún con el riesgo de parecer escatológico (pido disculpas de antemano si alguien puede sentirse molesto), me gustaría señalar que al igual que pasa con nuestro sistema digestivo, cuando aprendemos también desechamos (defecamos) todo aquello que no somos capaces de asimilar correctamente. Nuestro cerebro, esa máquina maravillosa, tiene la capacidad de conservar aquello que le es significativo y de descartar, a corto y medio plazo, todo aquello que no le aporta nada.
Cuando lo que desecha nuestro cerebro es mucho más de lo que asimila, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que la educación que estamos proporcionando a ese alumno es una verdadera “mierda” (en sentido literal...).
Si al cerebro de nuestros alumnos no le damos una educación variada y equilibrada y, por ejemplo, lo alimentamos solo con aquello que les gusta a los alumnos, tampoco estamos ofreciéndole una educación adecuada. Aunque no les guste la verdura, tienen que comerla; aunque no les guste alguna asignatura, tienen que estudiarla.
Cuidemos la dieta educativa de nuestros alumnos. Ofrezcámosles una educación digerible, que les permita crecer como personas, que les permita aprender siempre en cualquier lugar, tiempo o contexto... y, si es posible, disfrutar con ello.