Música y educación tienen mucho en común. Por este, y por mil motivos más, la educación musical nunca debería desaparecer de nuestras escuelas.
Un profesor ante su clase debería ser como un músico de jazz en una sesión de improvisación. A partir de una estructura, con un principio y un final predeterminados, se trata de que el docente sepa manejar los instrumentos de los que dispone, los ritmos, los tempos, etc. en función del momento, de la situación y de la reacción de sus oyentes y de él mismo, para crear una sesión que eleve el espíritu, que emocione, que lleve al aprendizaje significativo.
Pero lo más importante es que el docente sepa hacer participar de esa armonía al resto del grupo: a sus alumnos y alumnas (y, por supuesto, a otros docentes), porque sin ellos la interpretación no tiene ningún sentido.
No debemos olvidar que el profesor crea una "pieza musical" por y para sus alumnos, nunca para el lucimiento personal, para la "autocomplaciencia" (palabra que se me acaba de ocurrir para hacer referencia a la autocomplacencia y al hecho de priorizar "la ciencia" (el contenido) a los alumnos.
Algunos pensarán que más que un músico de jazz improvisando, el docente debe ser un director de orquesta. Su labor sería la de hacer sonar afinados y a tiempo los distintos instrumentos y velar para que los músicos/alumnos sigan las notas de la partitura al pie de la letra. Lo malo es que en nuestras escuela esa partitura son los currículos oficiales.
Pero como dice Nuccio Ordine: "A menudo se olvida que un buen profesor es ante todo un infatigable estudiante". La docencia implica una búsqueda inacabable de nuevos caminos, de nuevas formas de educar en un mundo que se transforma a la velocidad de la luz. Lo que hoy sirve para educar a nuestros alumnos, quizá mañana no sirva para nada. Por este motivo, el docente debe aprender a convivir con un punto de improvisación en sus clases.
Los docentes escriben cada día en sus aulas las más hermosas melodías... y esperan que, un día no muy lejano, se conviertan en hermosas obras de arte.
Un profesor ante su clase debería ser como un músico de jazz en una sesión de improvisación. A partir de una estructura, con un principio y un final predeterminados, se trata de que el docente sepa manejar los instrumentos de los que dispone, los ritmos, los tempos, etc. en función del momento, de la situación y de la reacción de sus oyentes y de él mismo, para crear una sesión que eleve el espíritu, que emocione, que lleve al aprendizaje significativo.
Pero lo más importante es que el docente sepa hacer participar de esa armonía al resto del grupo: a sus alumnos y alumnas (y, por supuesto, a otros docentes), porque sin ellos la interpretación no tiene ningún sentido.
No debemos olvidar que el profesor crea una "pieza musical" por y para sus alumnos, nunca para el lucimiento personal, para la "autocomplaciencia" (palabra que se me acaba de ocurrir para hacer referencia a la autocomplacencia y al hecho de priorizar "la ciencia" (el contenido) a los alumnos.
Algunos pensarán que más que un músico de jazz improvisando, el docente debe ser un director de orquesta. Su labor sería la de hacer sonar afinados y a tiempo los distintos instrumentos y velar para que los músicos/alumnos sigan las notas de la partitura al pie de la letra. Lo malo es que en nuestras escuela esa partitura son los currículos oficiales.
Pero como dice Nuccio Ordine: "A menudo se olvida que un buen profesor es ante todo un infatigable estudiante". La docencia implica una búsqueda inacabable de nuevos caminos, de nuevas formas de educar en un mundo que se transforma a la velocidad de la luz. Lo que hoy sirve para educar a nuestros alumnos, quizá mañana no sirva para nada. Por este motivo, el docente debe aprender a convivir con un punto de improvisación en sus clases.
Los docentes escriben cada día en sus aulas las más hermosas melodías... y esperan que, un día no muy lejano, se conviertan en hermosas obras de arte.