Cuando
nos hacemos mayores y pensamos en nuestro paso por la escuela y el
instituto, nos vienen a la mente recuerdos de algunos de los
profesores que nos dieron clase. Una parte de estos recuerdos son
gratos, aunque también conservamos algunos ingratos. Pero lo más
habitual es que no logremos acordarnos de muchos de nuestros antiguos
profesores porque fueron incapaces de conectar con nosotros, de
establecer una relación adecuada que nos dejara algún tipo de
huella (mejor que alguna cicatriz).
En
mi opinión, esto sucede porque la principal característica de la
relación profesor-alumno es la fragilidad, siempre está pendiente
de un fino hilo que puede romperse por cualquier pequeño detalle. Es
muy difícil encontrar el equilibrio. De hecho, hay docentes con
grandes conocimientos teóricos que son incapaces de conectar con sus
pupilos.
Tendemos
a pensar que en esta relación el eslabón débil es el alumno, pero
no siempre es así. La fragilidad del vínculo profesor-alumno viene
dada por:
-El
nivel educativo. Es una perogrullada pero no debe establecerse el
mismo vínculo en Educación Infantil que en Educación Secundaria.
-La
temporalidad. En muchas ocasiones, el tiempo que tiene un profesor es
muy reducido y, además, debe saber repartirlo entre todos sus
alumnos.
-El
objetivo. No establece el mismo vínculo el profesor que tiene como
objetivo instruir a sus alumnos que aquel que pretende educarlos (más
adelante volveremos sobre este punto).
-El
tipo de centro educativo. El ideario del centro también puede marcar
una tendencia en lo referente a la naturaleza de la relación entre
el docente y sus alumnos.
Estoy
convencido de que es una tarea muy compleja establecer cuál es el
nivel de afectividad “ideal” profesor-alumno. Lo que es seguro es
que, sea cual sea, debe complementarse con una gran formación
psicopedagógica para disponer del mayor número de recursos
didácticos para “llegar” a los alumnos.
Los
seres humanos tenemos una tendencia irracional a los prejuicios,
somos poco dados a la reflexión y, por ello, etiquetamos a los demás
por pequeños detalles, por primeras impresiones o por cualquier otra
nimiedad. Pero los que nos dedicamos al mundo de la educación
debemos evitar el etiquetaje estigmatizante y los prejuicios. La
empatía (o inteligencia interpersonal, según Gardner) es un valor
fundamental para cualquier docente. La capacidad de entender al otro,
de ponerse en su lugar, es fundamental para el aprendizaje.
Un
docente sin empatía difícilmente establecerá un vínculo de
aprendizaje con sus alumnos. Un docente sin empatía es como un MP3
que reproduce mecánicamente una lección magistral pero no deja
huella. Y si tenemos en cuenta que los contenidos de las diferentes
materias no son lo único (ni lo más) importante en la educación de
nuestros alumnos, es imposible que cumpla con su cometido docente.
Antiguamente,
muchos profesores se ganaban el respeto por imposición, por miedo al
castigo. Estoy convencido que es mucho más efectivo el respeto
ganado por admiración. No podemos olvidar que la letra con sangre,
no entra: ¡duele!, y que el mejor regalo que podemos hacerles a
nuestros alumnos es emocionarlos y prepararlos para que puedan
construir su propio aprendizaje, animarles a que nunca dejen de soñar
y que miren al futuro con optimismo, motivarles para que se sientan
importantes y valorados en un mundo que en ocasiones es demasiado
hostil.